domingo, 19 de abril de 2015

NON OMNIS MORIAR : GÜNTER GRASS Y EDUARDO GALEANO


El gran poeta Horacio decía que él no moriría del todo porque su poesía permanecería viva a lo largo del tiempo, aunque él ya no existiera.
El día 13 de abril de 2015 nos dejaron dos grandes escritores, Günter Grass y Eduardo Galeano.
Su vida ha terminado pero ellos, como el gran Horacio,  no morirán del todo,  mientras nos quede el sagrado legado de sus obras.

http://maitegarcianieto.com/Fotos/Libros/El%20tambor%20de%20Hojalata/El%20tambor%20de%20Hojalata-1.jpg 

El tambor de hojalata - Fragmento

Nací bajo bombillas, interrumpí deliberadamente el crecimiento a los tres años, recibí un tambor, rompí vidrio con la voz, olfateé vainilla, tosí en iglesias, nutrí a Lucía, observé hormigas, decidí crecer, enterré el tambor, huí a Occidente, perdí el Oriente, aprendí el oficio de marmolista, posé como modelo, volví al tambor e inspeccioné cemento, gané dinero y guardé un dedo, regalé el dedo y huí riendo; ascendí, fui detenido, condenado, internado, saldré absuelto; y hoy celebro mi trigésimo aniversario y me sigue asustando la Bruja Negra. —Amén.
  
Dejé caer el cigarrillo apagado. Fue a parar a las planchas de la escalera eléctrica. Después de haber ascendido por algún tiempo en dirección del cielo en un ángulo de pendiente de cuarenta y cinco grados, Óscar fue llevado todavía, en sentido horizontal, cosa de unos tres pasitos más allá y, después de la desenvuelta pareja amorosa policíaca y antes de la abuela—policía, se dejó empujar de la parrilla de madera de la escalera ascendente a una parrilla fija de hierro, y, cuando los agentes de policía criminal se hubieron identificado y le hubieron llamado Matzerath, dijo, siguiendo aquella ocurrencia de la escalera mecánica, primero en alemán: «Ich bin Jesús!». Luego, como se hallaba en presencia de la policía internacional, lo repitió en francés y, finalmente, en inglés: «I am Jesús!»
A pesar de ello, me arrestaron en calidad de Óscar Matzerath. Sin oponer resistencia me confié a la custodia y, comoquiera que afuera, en la Avenida de Italia, llovía, a los paraguas de la policía criminal, sin por ello dejar de mirar intranquilo a mi alrededor, buscando a la Bruja Negra, a la que inclusive vi varias veces —esto entra en sus tácticas— entre la muchedumbre de la avenida y, con su mirada terriblemente tranquila, en el apiñamiento del coche de la policía.
  
Ahora ya no me quedan palabras y, sin embargo, he de reflexionar todavía acerca de lo que Óscar piensa hacer una vez que lo hayan dado de alta del sanatorio, lo que parece inevitable. ¿Casarse? ¿Seguir soltero? ¿Emigrar? ¿Comprar una cantera? ¿Buscar discípulos? ¿Fundar una secta?
  
Todas estas posibilidades, que son las que hoy en día se le ofrecen a uno a los treinta años, merecen ser examinadas. Pero, ¿examinadas con qué, si no con mi tambor? Así pues, voy a ejecutar con mi tambor esa cancioncilla que se me va haciendo cada vez más viva y angustiosa y voy a invocar y consultar a la Bruja Negra, para poder anunciarle mañana a mi enfermero Bruno la clase de existencia que Óscar piensa llevar en adelante, a la sombra de su miedo infantil que se le va haciendo cada vez más negro. Porque lo que antaño me asustaba en las escaleras, lo que en la bodega al ir a buscar el carbón hacía ¡buh! —¡me daba risa!—, había estado siempre presente: hablando con los dedos, tosiendo a través del ojo de la cerradura, suspirando en la estufa, chirriando con la puerta, saliendo en nubes por las chimeneas; cuando los barcos hacían sonar la sirena en la niebla o cuando una mosca se iba muriendo por espacio de varias horas entre los vidrios dobles de la ventana, o también cuando las anguilas tenían ganas de mi mamá y mi pobre mamá de las anguilas, cuando el sol desaparecía tras el cerro de la torre y vivía para sí —¡ámbar! ¿En quién pensaba Heriberto cuando asaltó la madera? Y también tras el altar mayor— ¿qué sería, en efecto, el catolicismo sin la bruja que ennegrece todos los confesonarios? Ella es la que proyectaba su sombra cuando se rompía el juguete de Segismundo Markus; y los rapaces del patio del edificio de alquiler, Axel Mischke y Nuchy Eyke, Susi Kater y el pequeño Hans Kollin, ellos lo decían y lo contaban, al cocer su sopa de ladrillos: «¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!» La culpa es tuya y nada más que tuya. ¿Está la Bruja Negra ahí?...
Desde siempre había estado ahí, inclusive en el polvo efervescente Waldmeister, por muy inocente que fuera su verde espuma; en todos los armarios en que entonces me acurrucaba, acurrucábase ella también, y más adelante tomó prestada la cara triangular de raposa de Lucía Rennwand y devoraba emparedados de salchicha y llevó a los Curtidores al trampolín —no quedó más que Óscar, que contemplaba las hormigas y sabía: ésta es su sombra, que se ha multiplicado y busca el azúcar. Y todas aquellas palabras: bendita, dolorosa, bienaventurada, virgen entre vírgenes... y todas aquellas piedras: basalto, toba, diabasa, nidos en la caliza conchífera, alabastro, tan blando... y todo el vidrio roto con la voz, vidrio transparente, vidrio fino como el aliento... y los comestibles: harina y azúcar en cucuruchos de a libra y media libra. Más adelante, cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck, el muro que hubo que enjalbegar de nuevo, los polacos empeñados en morir, así como los comunicados especiales, quién hundía y qué, las patatas que caían rodando de la báscula, lo que se afina hacia el pie, los cementerios en los que estuve, las baldosas sobre las que me arrodillé, las fibras de coco sobre las que me tendí... todo lo vertido en el cemento, el jugo de las cebollas que arranca lágrimas, el anillo en el dedo y la vaca que me lamió... ¡No preguntéis a Óscar quién es! Ya no le quedan palabras. Porque lo que antaño se sentaba en mi espalda y besó mi joroba, ahora se me aparece por delante y para siempre:
  
Negra, la Bruja Negra estuvo siempre detrás de mí.
Ahora también se me aparece por delante ¡negra!
Vuelve al revés el manto y la palabra ¡negra!
Me paga con dinero negro ¡negra!
Mientras los niños cantan y no cantan:
¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!


El derecho al Delirio Eduardo Galeano

        



No hay comentarios:

Publicar un comentario